05 P. Raimundo Lladós“¡Qué hermosos son sobre los montes, los pies del mensajero que anuncia la paz…!” (Isaías 52,7)

Nació en Llusás (provincia de Lérida y diócesis de Seo de Urgel), el 15 de diciembre de 1881. Hizo sus primeros estudios en Montserrat, donde emitió sus votos temporales en 1898, y donde posteriormente, fue ordenado sacerdote, el 9 de junio de 1906.

En este Monasterio, ocupó distintos cargos, entre otros el de maestro de novicios, pasando finalmente al Pueyo para encargarse de la prefectura del Colegio de aspirantes, cargo que desempeñó hasta su muerte, con gran celo y abnegación.

Cuidaba de los chicos, con solicitud de padre, tanto en la formación humana como en la vida espiritual. Todos los testimonios, a este respecto coinciden en ello.

Austero y mortificado, su oración solía prolongarse hasta muy tarde. Oraba por el amplio corredor del colegio, casi siempre descalzo, de noche, sin hacer ruido y a veces también en los larguísimos paseos que hacía con los chicos. Sabía, con suavidad, inculcar el espíritu de mortificación.

Siempre se desvivió espiritualmente por los aspirantes; pero sobre todo sus desvelos se acrecentaron en la prisión. Si bien los chicos ocupaban el mismo salón que los monjes, pasaban casi todo el día juntos, en grupo, y siempre a su lado, el P. Raimundo. Procuró que ellos durmieran en sitio aparte, en una salita de química, donde además, estaba disimuladamente reservada la Eucaristía. Era un lugar más apropiado para aquellos adolescentes, ya que desde allí no percibían los gritos amenazadores de la plaza, aunque sí, los ecos de los fusilamientos.

Luego, al dejar a los presos sin colchones, se preocupó de que los chicos pasaran la noche en la sala común, pues tenía el pavimento de madera. Y para evitarles cualquier sobresalto, hizo descansar a cada uno de ellos con un monje, cubiertos con una manta. Quien compartió aquellas noches con él, testifica, como solía invitarle a la oración, sobre todo por los que a diario iban siendo fusilados, ya que desde allí se percibían muy bien las detonaciones.

Un duro golpe para nuestro monje, fue la separación definitiva de sus colegiales, que tuvo lugar el 23 de agosto, pues a partir de aquel día, los aspirantes dejaron de convivir con la Comunidad. El Hermano Valls, claretiano, encargado de repartir las comidas, habló a los chicos del sufrimiento que tenía su buen Padre, en relación a ellos, pues sabía muy bien el ambiente en el que se hallaban. No era hombre sentimental, sino más bien duro, y sin embargo, se le vio llorar, pensando en la suerte de sus discípulos.

A través del mismo Hermano Valls, pidió a uno de los chicos que por carta le indicara donde se hallaba un santo Cristo de cierto tamaño, que le había regalado como recuerdo. Quería llevarlo consigo a la muerte. Y gracias a las indicaciones del muchacho, el P. Raimundo pudo hallar y llevar consigo aquella imagen.

Meses antes del martirio, y por prudencia, había estado pasando una temporada, con todo el grupo de colegiales, en el Monasterio de las Benedictinas de Lumbier (Navarra). Conociendo su profundidad espiritual, una de las monjas le preguntó: “Padre ¿tendrá usted valor para morir mártir?”, a lo que él respondió: “No lo sé, pero si llegase el momento, y Dios me concediera esa gracia: ¡qué dicha para mí morir por Cristo!”

Fue al martirio descalzo, en un gesto típico de él, de humildad y seguimiento de Cristo, y atado con el joven monje Aurelio Boix, dirigido suyo en la confesión.

Ejecutado, al igual que gran parte de sus hermanos, en el camino de Berbegal, sus restos fueron enterrados en el cementerio de Barbastro. Al desnudarle del todo, junto a la fosa, hallaron en un bolsillo de sus ropas, la carta en la que uno de sus discípulos le informaba acerca del crucifijo que él había pedido.

 

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