“Estoy velando contigo, fuerza mía” (Salmo 58, 10).
Nació en Villatuerta (provincia de Navarra y archidiócesis de Pamplona), el 30 de agosto de 1910. Ya desde muy niño manifestó siempre su deseo de ser religioso, deseo que le llevó a ingresar en el Monasterio de El Pueyo, a los once años.
Su opción por la Orden benedictina se debió, seguramente, a que en este mismo monasterio habían profesado dos familiares suyos, un primo carnal de su padre y otro, de su madre, ya fallecido para entonces.
Allí, en El Pueyo, cursó sus primeros estudios de Humanidades, trasladándose posteriormente a la Abadía de Samos para realizar el Noviciado. Finalizado éste y hecha ya su primera profesión, regresó de nuevo a su monasterio, iniciando a continuación los estudios sacerdotales. En 1932 emitió la profesión solemne, su “entrega sin reservas” a Cristo, como él mismo diría. Y finalmente, el 7 de julio de 1935, fue ordenado sacerdote.
Desde niño destacó por su viveza, sus travesuras y una profunda piedad. Educado con delicadeza por un padre profundamente arraigado en las virtudes humanas y cristianas y una madre piadosa.
Ramón, después de cuatro niñas, fue el fruto de un parto difícil. El padre, viendo próxima la muerte de su esposa, se encomendó al Señor con admirable fe: “Sagrado Corazón, si me estás probando porque va a ser un chico, te lo doy; llévatelo, pues no lo quiero para mí; pero no le lleves a la madre, que la necesitan estas cuatro criaturas”. Y el niño nació, rubio y lleno de vida. Hasta el “Diario de Navarra” recogió con gozo su nacimiento.
Luego vendría Serafín, que seguiría a Ramón en la vida benedictina. Monje de la Abadía australiana de New Norcia, ha dedicado gran parte de su vida monástica, con sabiduría y provecho, a la misión, que su monasterio tenía en Kalamburu, con una tribu indígena.
Y posteriormente, aun llegaron hasta cuatro hermanas más, dos de las cuales son también religiosas.
Entre los servicios que desempeñó en El Pueyo, figura su tarea docente entre los monjes estudiantes, a los que enseñó teología, incluso, antes de recibir la ordenación sacerdotal.
Fue siempre muy amante de su Monasterio y de la vida monástica y, dada su forma de ser, querido por todos.
En los primeros días del alzamiento (19, 20 y 21 de julio), el P. Ramiro, al igual que algunos otros monjes, no se movió del Monasterio, permaneciendo siempre vigilante. Su carácter valiente y confiado en la Providencia le hizo permanecer siempre sereno y dispuesto a ayudar a todos.
En la prisión hizo mucha amistad con Santiago Mompel, diácono escolapio, de su misma edad. Este recordará más tarde el buen carácter del P. Ramiro y su servicialidad. Un día bajó a la planta baja donde se hallaban los Misioneros Claretianos, en peores circunstancias que los monjes, cortándoles el pelo a algunos de ellos.
Por las noches, junto con Mompel atisbaban por la ventana entrecerrada que daba a la plaza, con el fin de ver a los que sacaban de la cárcel para ser ejecutados. Así, el día 9 de agosto, pudieron reconocer al Sr. Obispo, Beato Florentino Asensio.
El P. Ramiro aceptó el martirio con gran serenidad, con la misma con la que lo había esperado. Incluso, tuvo una ocasión de librarse, pero no quiso hacerlo. El hecho debió de ocurrir entre los días 25 y 30 de julio.
Nuestro monje recibió en la prisión una visita inesperada. Se trataba de Luis Bacaicoa Urbiola, hijo de sus vecinos y buen amigo de la infancia, dos años más joven que él. Desde niños guardaban una profunda amistad, un trato continuo entre juegos y travesuras.
En 1936, y con 23 años, llegó Luis a Barbastro, procedente de Barcelona, donde al parecer, seguía la carrera militar. Iba con la Columna Roja y Negra, y contaba con cierto relieve a nivel político.
Una vez en Barbastro se acordó de su amigo Ramón, e indagó dónde se hallaban los frailes de El Pueyo, e inmediatamente se presentó en eI Colegio-prisión. Grande, sin lugar a dudas, fue la sorpresa del P. Ramiro al ver a su amigo, quien le propuso la libertad inmediata, pues contaba con influencia suficiente para ello.
Ramiro, no lo dudó ni por un momento: le agradeció su ofrecimiento, pero le dijo que aceptaría, únicamente en el caso de que pudiera liberar a toda la Comunidad, que de no ser así, él seguiría contento los pasos de la misma. Luis debió de quedar triste al responderle que su capacidad no llegaba para tanto.
Los padres de Luis, Francisco y Claudia, recordarían siempre con orgullo este gesto de nobleza del menor de sus doce hijos, al que no verían más, pues se retiró a Francia, donde murió. También solían hablar del valor y valentía de Ramón, muriendo por la fe.
Como recuerdo, le había regalado un santo Cristo a uno de los colegiales, pero posteriormente, lo pidió para tenerlo en el momento de la muerte.
Muy pronto y a raíz del fusilamiento de los monjes, corrió la voz de que al P. Ramiro, camino de la ejecución, le habían arrancado la mandíbula de un culatazo de fusil. Aunque cuando los milicianos, pararon el camión en el Coso, molestos por el entusiasmo de los monjes, fuera difícil identificarlo, pues posiblemente eran ya varios los heridos.
Hay vestigios claros de que algún monje fue también impúdicamente mutilado; pero fue imposible saber de quien se trataba. Sí pudo ser identificada la calavera del P. Ramiro, y efectivamente le falta una mandíbula.
El P. Ramiro fue ejecutado con el resto de la Comunidad en la madrugada del 28 de agosto, y enterrado, enteramente desnudo, en una gran fosa del cementerio de Barbastro. Su cadáver, como ya se ha dicho, pudo ser posteriormente identificado.